"Montar en bicicleta nos devuelve, por un lado, un
alma de niño y, a la vez, nos restituye la capacidad de jugar y el sentido de
lo real. Así, el empleo de la bici constituye como una especie de recordatorio
(como cuando se da una dosis de refuerzo de una vacuna), pero también de
formación continua para el aprendizaje de la libertad, de la lucidez y, a
través de ellas, tal vez, de algo que se asemejaría a la felicidad.
El mero hecho
de que la práctica de la bicicleta proporcione así una dimensión perceptible al
sueño de un mundo utópico en el que el placer de vivir sería la prioridad de
cada persona y aseguraría el respeto de todos, nos da una razón para abrigar
esperanzas. Retorno a la utopía, retorno a lo real, da lo mismo. ¡Arriba las
bicicletas, para cambiar la vida! El ciclismo es un humanismo."
Marc Augé, Elogio de la bicicleta
Y qué experiencia más humana es la que nos cuenta el gran Miguel Delibes en Mi querida bicicleta:
"Pero cuando la bicicleta se me reveló como un
vehículo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la
energía de mis piernas, fue el día que me enamoré. Dos seres enamorados,
separados y sin dinero, lo tenían en realidad muy difícil en 1941. Yo estaba en
Molledo-Portolín (Santander) y Ángeles, mi novia, veraneaba en Sedano (Burgos),
a cien kilómetros de distancia. ¿Cómo encontrarnos? El transporte además de
caro era muy complicado: ferrocarril y autocares, con dos o tres trasbordos en el
trayecto. Los ahorros míos, si daban para pagar el viaje no daban para pagar el
alojamiento en Sedano; una de dos. ¿Qué hacer? Así pensé en la bicicleta como
transporte adecuado, que no ocasionaba otro gasto que el de mis músculos. (…)
Antes de
amanecer, amarré en el soporte de la bici dos calzoncillos, dos camisas y un
cepillo de dientes y me lancé a la aventura. Aún recuerdo con nostalgia mi paso
entre dos luces por los pueblecitos dormidos de Santa Olalla y Bárcena de Pie
de Concha, antes de abocar a la Hoz de Reinosa, cuya subida, de quince
kilómetros de longitud, aunque poco pronunciada, me dejó para el arrastre. (…) En
compensación, del alto de Reinosa a Corconte — veinticuatro kilómetros— fue una
sucesión de tumbos donde la inercia de cada bajada me proporcionaba casi la
energía necesaria para ascender el repecho siguiente.
Aquellos primeros años de la década de los cuarenta,
con el país arruinado, sin automóviles ni carburante, fueron el reinado de la
bicicleta. Otro ciclista, algún que otro peatón, un perro, un afilador, los
chirriones, acarreando yerba en las proximidades de los pueblos, eran los
únicos obstáculos de la ruta. Recuerdo aquel primer viaje de los que hice a
Sedano como un día feliz. Sol amable, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin
manos, varga abajo, un grato aroma a prado y boñiga seca, creando una atmósfera
doméstica. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi mal oído
proverbial, fragmentos amorosos de zarzuela sin temor de ser escuchado por
nadie, sintiéndome dueño del mundo. "
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