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LA NIEVE
Pocas veces ha nevado de forma tan bella como al final del cuento "The dead", último de los relatos de Dublineses, del irlandés James Joyce.
Gabriel Conroy, protagonista del cuento, reflexiona durante la noche de Reyes sobre su vida, mientras su esposa Gretta duerme en la habitación del hotel donde se alojan. Ésta, momentos antes de caer abatida en el sueño, le ha revelado a su esposo la tristísima historia de amor que vivió al comienzo de la juventud: un muchacho, Michael Furey, hondamente enamorado de ella, había preferido morir cuando las circunstancias los empujaron a la separación.
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TEXTO
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró
con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban
convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de
una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Pensó cómo la
mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la
imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir
viviendo. Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido
aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A
sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó
que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras
formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes
de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y
tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y
gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía
consumiéndose.
Leves toques
en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento
vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces.
Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban
en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura
planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen
y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon.
Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey,
muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre
las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela
al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el
descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
(Traducción de Guillermo Cabrera Infante)
(Traducción de Guillermo Cabrera Infante)