A propósito del centenario de la publicación de Campos de Castilla, estamos preparando un especial sobre el poeta andaluz que publicaremos en los próximos días. Será
un número especial de Poesía para Llevar que incluirá poemas comentados
por diferentes miembros de la comunidad educativa y formará parte del
poeta del mes número ocho del presente año. A su vez, recoge un monográfico especial publicado por la Revista Leer durante el presente mes y la noticia de la efemérides que publica El Periódico firmada por Ian Gibson, biógrafo especializado en la vida y en la obra de Machado. Que lo disfrutéis.
IAN GIBSON
En abril se cumplió el centenario de la publicación, en Madrid, de
Campos de Castilla.
El aspecto físico del pequeño tomo era
sobrio. En su cubierta se representaba un paisaje con algunos pinos que
habían logrado arraigar entre rocas. Todo ello de un modesto color
pardo que hablaba, como los demás elementos, de la adustez mesetaria.
Su autor no era conocido del gran público (quizá un poco más su hermano
Manuel).
En
la Fundación Juan Ramón Jiménez de Moguer se conserva un ejemplar del
librito. Su dedicatoria manuscrita reza: «Al gran poeta Juan Ramón con
el entrañable afecto de Antonio. Soria, 1 mayo 1912». Lo sorprendente es
constatar que, en la parte inferior del lomo del mismo, consta la
indicación: «Segunda edición». ¿Se vendió tanto el poemario nada más
estrenarse que su editor,
Gregorio Martínez Sierra, decidió
encargar enseguida otra tirada? ¿O se trataba, quizá, de un truco para
afianzar su éxito inicial? Lo llamativo, de todas maneras, era la
extraordinaria acogida otorgada a
Campos de Castilla desde el momento mismo de su aparición.
Antonio Machado ya no era solo el poco renombrado poeta intimista de
Soledades y de
Soledades. Galerías. Otros poemas, sino, para la crítica -con
Miguel de Unamuno a la cabeza-, la voz lírica más señera, más pura, de la generación bautizada por
Azorín como «del 1898». La generación del «Desastre».
Aquella primavera
Leonor Izquierdo pudo hojear en su cama, orgullosa, el primer ejemplar de
Campos de Castilla
cuando, aunque ella no lo supiera, ya no había esperanza. Esperanza que
todavía no se había perdido del todo -o que no se quería perder- en los
versos de
A un olmo seco, escrito poco antes y que
Machado
no hubiera podido incluir en el libro por no hacer sufrir a su
moribunda esposa. Se trata de uno de los más conmovedores poemas del
idioma, perfecto en su contención, en la minuciosa especificidad del
viejo árbol herido por el rayo, medio podrido, pero que no obstante, con
la ayuda del sol y de la lluvia, ha logrado, quizá por última vez,
poner unas hojas nuevas. Los versos elegíacos escritos poco después en
Baeza, cerca de las riberas del joven Guadalquivir, pero con el
pensamiento puesto obsesivamente en las del alto Duero, guardadas por
sus álamos cantores «entre cerros de plomo y de ceniza», son de una
hermosura que los eleva a la categoría de las obras de arte sin las que
no se puede seguir viviendo.
No hubo segunda edición ampliada de
Campos de Castilla, que se incorporó, con añadidos sucesivos, a las
Poesías completas
de 1917 y posteriores. Sería de desear que, en este año del centenario,
algún avispado editor tuviera el detalle de ofrecérnoslo, para nuestro
disfrute y provecho, en facsímil.
La efeméride debería propiciar no solo una reconsideración, muy necesaria, de
Campos de Castilla, sino de la obra total de
Machado y, especialmente, así me parece, dada la situación actual del país, de
Juan de Mairena. No hay que olvidar nunca que el poeta-filósofo fue alumno de la Institución Libre de Enseñanza, alumno cuya gratitud hacia
Francisco Giner de los Ríos
quedó plasmada en otro gran poema elegíaco, el consagrado al maestro
fallecido en 1915, con su énfasis sobre la ética del trabajo bien hecho y
la responsabilidad personal, pilares de la ILE («Yunques, sonad;
enmudeced campanas»).
Machado practicó con sus propios alumnos de
instituto, allí hasta donde cabía dentro del sistema estatal, los
métodos docentes utilizados por
Giner, Cossío y sus compañeros.
Hay numerosos y a menudo emocionantes testimonios al respecto (Soria,
Baeza, Segovia, Madrid). Sobre todo -y ello se refleja en
Juan de Mairena-
trataba de ayudar a sus discípulos a razonar por sí mismos, a dudar
metódicamente de las certezas y dogmas de los demás y hasta de sus
propias dudas. Una instrucción pública así entendida, libre del «lazo de
hierro» clerical que desde hacía siglos la asfixiaba, era la única
solución para el avance del que consideraba el pueblo «más desdichado de
Europa». Para
Machado, lo específico del cristianismo es el amor
fraternal. Todo lo demás sobra y estorba, empezando con el hipotético
dios castigador de las religiones monoteístas.
Para uno de sus
compañeros más íntimos de Segovia, el poeta tenía dos vertientes
esenciales: «Un escepticismo agudo y una bondad extraordinaria». Creo
que fue así.
LOS ÚLTIMOS días, como se sabe, fueron atroces: la
larga y penosa caminata desde Barcelona a la frontera, los desvaríos de
la anciana madre («¿Ya llegamos a Sevilla?»), el convencimiento de que
la República se hundía sin remedio... y el escalofrío del poema
premonitorio, escrito 30 años atrás, con su nave que nunca ha de
retornar. ¿Qué pensaría
Antonio Machado del Estado español
actual, casi cuatro décadas después de la muerte del tirano y todavía
sin buscar a sus cientos de miles de asesinados de la guerra y la
posguerra? Me atrevo a pensar que no sería, para nada, de su agrado.
PdM08-MachadoCampos de Castilla. Revista Leer